21/8/13

Setenta y 4 o el lugar de la poesía, por Mariano Dubín y Neo, una aproximación, por José María Pallaoro


Setenta y 4 o el lugar de la poesía

 clic aquí


Mariano Dubín habla de “Setenta y 4” (el suri porfiado, 2011), de José María Pallaoro, y José María Pallaoro habla de “Neo”, de Julián Axat (el suri porfiado, 2012), dos libros fundamentales de la reciente poesía política argentina, escritos desde la ciudad de La Plata. 


15/8/13

Me encontré con Ricardo “Mono” Cohen


EN UNA ESTACIÓN DE COMBUSTIBLE


   Me encontré con Ricardo “Mono” Cohen. Le pregunté sobre un afiche en calle 7 y plaza Italia.
   ¿Cuando?
   Hace un tiempo.
   ¿Año?
   ¿1977?
   ¿Pintado a mano o con xilografía?
   Bueno, supongo que con xilografía. El tamaño era más o menos así y así.
   Ah..., sabés, la memoria me resulta un poco complicada.
   Tengo una historia y voy a tener que inventar la leyenda de ese afiche.
   Vas a sumar un dato más a la mitología de Patricio Rey.
   Necesito esa imagen, las palabras que están en esa imagen.
   ¡Vos sí que sos rocambolesco!

   Al despedirme, le regalé Una medida adecuada a todo



City Bell, Est. de Serv. YPY, en libreta de hule negra, 14/08/2013
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10/8/13

Lalo Painceira y el blues de la calle 51


LALO PAINCEIRA Y EL BLUES DE LA CALLE 51

Seguimos devorando el hermoso libro del querido amigo Lalo Painceira, “El blues de la calle 51”, editado por la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la UNLP. El blues… narra la historia del Grupo Sí, colectivo de artistas plásticos, la vanguardia informalista y los comienzos de los años `60 en La Plata.


Las fotos de la presentación en la Facultad de Periodismo son de Luz Painceira, y no está de más decir que es un libro bello y necesario.

Gracias Lalo por este regalo que hacés a la ciudad de La Plata y a nosotros, los platenses.

Comparto un fragmento de "El blues de la calle 51":

“(…) Así comenzó la historia. La nuestra. La de los bárbaros que invadieron la monotonía conservadora reinante en La Plata. Así lo pensábamos y nos veíamos nosotros, lo que luego corroboraría un ardoroso texto de Rafael Squirru. Elena, Sirabo, Stafforini y yo, nos enteramos esa tarde de que no éramos los únicos informalistas de La Plata. Que había al menos dos más y que se habían atrevido a mostrar sus trabajos al mismo tiempo que nosotros.


Los curadores habían colgado nuestras obras en el mismo panel, una junto a la otra, y fue verlas para buscar a los autores de esas obras similares y empezar a hablar allí mismo, delante de los trabajos. Fue de esa manera espontánea, que hoy supongo casi defensiva, que nos reunimos en ese salón, tratando de sobrevivir en un ambiente que sentimos hostil. Blanco, Gancedo, Ramírez, Stafforini y yo, acompañados por Sirabo, Elena, Pacheco y luego Puente, empezamos a responder a los cuestionamientos y a dar fundamento de nuestras obras. Pero el combate era desigual y quedábamos expuestos como gladiadores sin escudo. Al menos así lo recuerdo ahora, aunque puede ser una exageración impresa en mi memoria, lo que no debe sorprender porque en los recuerdos, los años anulan los tonos intermedios y acentúan los contrastes. La imagen que guardo hoy es la de nosotros parados ante nuestros trabajos. Como si estuviera mirando una fotografía de ese momento, veo a Nelson hablando, con sus ademanes ampulosos, la cabeza tirada levemente hacia atrás, con su pañuelo azul cobalto anudado al cuello a lo Modigliani; a su lado Omar Gancedo con barba a lo Fidel, vistiendo un sacón similar al mío, casi negro; a Sirabo, que tenía un gabán de corderoy verde oscuro que le había hecho su mamá; a Elena enfundado prolijamente en su blazer azul y Stafforini, vistiendo vaqueros y camisa a cuadros o remera de cuello redondo y color liso; Ramírez, usaba corbata como Pacheco, pero éste por obligación ya que cumplía funciones en el museo. Así comenzamos a caminar juntos en dirección al Grupo Sí, todavía impensado, motorizados desde la solidaridad.

   
Con Elena, Sirabo y Stafforini ya éramos amigos. Más aún, Sirabo había sido el introductor del informalismo entre nosotros porque lo trajo desde su San Luis natal; allí, Carlos Sánchez Vacca obró de adelantado y lo importó desde Buenos Aires a la capital puntana. Pero no conocíamos a Blanco ni a Gancedo ni a Pacheco ni a Puente. Tampoco a Ramírez. No obstante, nos hermanamos de inmediato haciendo frente común en defensa de cada uno de nuestros trabajos. Al rato de polemizar, nos hartamos y nos fuimos. Todos juntos. Decidimos ir al bar “Capitol”, que quedaba a la vuelta, y allí permanecimos hablando el mismo idioma. Escena que se repitió, desde ese momento, cada noche y hasta la madrugada, hasta fines de 1962. Exhibiendo con impudicia el desparpajo de nuestros 20 años.

 
     El “Capitol” no existe más, pero es fácil de describir y de imaginar. Un salón rectangular de techo a la altura de las construcciones modernas, instalado sin preocupación ni estilo. No era atractivo y sólo seducía por no cerrar nunca sus puertas. Así permanece en cada uno de nosotros. Tenía mesas de fórmica y un estandarizado estilo americano en sus sillas. La larga barra perpendicular a la calle, era común y allí estaban montadas la caja y la máquina de café express. Sus dueños, verdaderos santos solidarios que nos aguantaban con consumiciones mínimas durante horas y horas, generosamente nos prestaron sus paredes para colgar de manera permanente nuestros cuadros. Es decir, nos dejaron marcar nuestro territorio.


    
Ese bar fue nuestro cafetín discepoliano, allí aprendimos, filosofamos, amamos, debatimos, creamos, compartimos y crecimos. La mezcla de gente que lo habitaba nos fascinó de inmediato y lo convertimos en la escenografía principal de aquella treintena de meses. También lo será de este relato. Nos sedujo todo lo que allí se respiraba y se oía, porque cuando llegamos ya era el reducto de jóvenes músicos de jazz que le aportaban un clima atractivo y sonoro (...)”.


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